
Norberto Osvaldo Algarin

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A aquél torpe que ignore la primicia
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de amar, el nombre grabe en la nieve
de aquella niña de suave delicia,
de muecas de princesa y paso leve.
Bien vengáis a mi mente, nombre grato,
sinónimo de piéride por cierto;
venid que un himno preludio y desato
al decoro de tu ser no descubierto.
Mi regocijo no es más que su gracia;
es la doncella amable que me inspira.
Pasad de largo, pasad, mujer tracia;
pasad Erato y dejadme tu lira.
Dulce Lía, Cleopatra, Diana blonda,
pasad de largo que fuera tan bella
que dice Progne escondida en la fronda
que tiene el brillo de una azul estrella.
Las almas armoniosas de las rosas
son a su lado oropel y adorno
hosco y pedestre; no cual las airosas
y místicas blancuras de su entorno.
Con el arrullo de su son me mece
dulcemente y mi valor estimula
cuando sonríe airosa, que parece
suave sol que el eterno azul azula.
Pudiera ser -que abolió mis congojas-
destructora de los rojos puñales,
e ígnea tinta corriera entre las hojas
si deseara de ofrenda madrigales.
Caricia su mirar, que en lontananza
pareciera luz de cristales negros;
tal cual la de Hetaira que en la danza
coqueteara con Baco en los allegros.
Rosa de ámbar si sonríe semeja.
Un misterio delata que es tan sabia
en amores y ternuras. Refleja
la beldad de una princesa de Arabia.
Es semejante a la esposa del moro
que en la Alhambra postrimera soñaba
con las riquezas, las gemas y el oro
de la fabulosa reina de Saba.
****
Ah, qué delicia de amor me consume
cuando del sueño despierto en que ella,
trémula, sola, me brinda el perfume
para alcanzarla siguiendo su huella.
Lindas bondades del sueño. El incienso
de ese sopor me asfixia y me devora,
cual cuando en sus ojos divinos pienso,
que son los de Diana, la cazadora.
Yo, que no dejo que nadie me rinda,
quiero sangrar de su púrpura boca,
exuberante, lívida, y tan linda
que a una mirífica vestal me evoca.
Vestal divina del milagro griego,
quien animara las hierbas marchitas,
y de las torvas cenizas del fuego
reviviera a las piraustas malditas.
****
Al parangón, esquiva, se resiste,
y surge, ninfa que Fidias no labra,
la profetisa dilecta del triste
haciéndole un pavés con su palabra.
El oro, el marfil, riquezas de Cresos,
unos versos, laureles, ¡la esmeralda!;
¿qué son a la delicia de sus besos
o al bien de mi corona, su guirnalda?
Las flores hiperbóreas de Siberia;
frisos de Asiria; falerno de Lacio;
sol de Managua; quiero -no la histeria
de la estrella fulgente del espacio,
ni la noble virtud del hombre abstemio-,
la desmayada mano, si, que ampara
con esmero divino, dulce premio,
el cáliz sacro, incólume, del ara.
La blancura del cisne y de la espuma;
vaso de nácar; meca de Anatolia;
nimiedades son la Dea en la bruma,
el lirio, el nardo, el clavel, la magnolia.
****
¿Por qué es preciso el parangón? ¿Precisa
su ser el parangón exagerado?
¿No tuvieron, Cleopatra, Monna Lisa,
los elogios de un vate desvariado?
¡Que me turba un sabroso desvarío!
¡Qué!, ¿no saben, absurdos charlatanes,
que en mundo banal del sueño mío
-do dispongo un bufón, dos chambelanes,
tres meninas y cuatro trovadores,
cinco bardos y seis grandes lebreles-,
que su trono ella ocupa entre mil flores?
¡Yo a su lado, ciñendo mil laureles!
Y en tal corte, fastuosa y deslumbrante,
ya mi amada, Petrarca, se apersona;
y me apresto, turbado y palpitante,
a ceñirle entre salmos su corona.
Canciones para Erato, 2015
Norberto Osvaldo Algarin
